El adiós y yo.

– Un hombre en tu situación no debería estar tan tranquilo.

– ¿Nunca has agarrado un buen puñado de nieve, y estaba tan fría que te quemaba los dedos, y no querías pero tenías que dejarla caer?

– No.

– Pues eso.

Mordía un trozo de regaliz negro. El regaliz te dejaba los dientes hechos un asco, ¿eso lo sabías, Rafa? Sí. Pero qué más daba. Esperaban apoyados en una fachada de piedra, de esas en las cuales podías distinguir cada una de las rocas, y uno podía recorrerlas con la punta de los dedos… acariciando los bordes. Una parecía un gran pulmón. Otra, un hígado negro. A Rafa esas visiones le daban asco. Mordió el regaliz con fuerza y de la ramita salió un jugo oscuro y amargo.

En el aire flotaba una neblina densa; tiró el trozo de regaliz unos metros delante suyo y no pudo ver donde cayó. Unos árboles solitarios y finos como espantapájaros dejaban caer sus ramas peladas con dejadez. Unos grajos picoteaban el suelo, y sacaban semillas entre la hojarasca seca.

Frente a ellos había un gran hoyo, largo y profundo. No muy ancho. El compañero de Rafa llevaba una boina y fumaba un cigarro gris. De su nariz salía un humo negro que se unía con la niebla. El cielo estaba encapotado. Llovería. Tenía acumulada en el cigarro una impresionante cantidad de ceniza. Rafa le pegó suavemente un golpecito y toda la ceniza cayó al suelo. El otro le miró con desaprobación.

– Era mi colección.

– Qué colección tan triste.

Tiró la colilla al hoyo cuando acabó. Esa mañana hacía un frío verdaderamente terrible. Los labios de Rafa estaban llenos de cortes y le dolían las manos. Había una pala tirada junto al hoyo.

Entraron en la casa. Seguía haciendo frío. Rafa tiró un par de troncos a la chimenea y la encendió con una pastilla inflamable. El sillón con diseño escocés. Los cuadros holandeses. Las velitas. Había sido mamá la que colocó todo eso. Luego, ella comenzó a odiarlo. Rafa y su amigo acercaban las manos al fuego.

– ¿Crees que ella querrá esta casa?

– No. No lo creo. – respondió Rafa.

– ¿Y tú?

– Yo tampoco la quiero ya. Sería mejor que esto lo dinamitase alguien. Y enterrasen los restos. Que no quedara rastro.

Estuvieron un rato junto al fuego, entrando en calor. Reinaba el silencio. Detrás suyo, en el sofá, una sábana blanca tapaba una figura delgada y estirada. Rafa pensaba en su madre. El otro le acercó las manos. Rafa las cogió.

– Están heladas. Tus dedos parecen témpanos de hielo. -dijo Rafa.

Rafa le miró a la cara. Sin la boina, le salía a relucir una calva en la coronilla que brillaba con la lámpara del techo. Tenía la cara familiar de ese desconocido que has visto en algún sitio pero no recuerdas dónde. Era cercana y a la vez ajena. Por un momento Rafa se asustó; pensó que su amigo no pertenecía a este mundo.

– ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños? ¿En el patio del colegio? Nos lo pasábamos mejor que ahora, ¿verdad?

Rafa se rio y asintió nostálgicamente.

¿Sabes que tienes que hacerlo, verdad? Le dijo su amigo. Mamá no me creerá. Seguro que no, ni ella ni nadie. Aún así, yo te creo, Rafa. Bueno, dijo él. Y lo hizo.

Bajo dos metros de tierra, su padre no parecía tan impresionante. En realidad había dejado de serlo hace más de veinte años, pero cuando lo veía venir por el pasillo aún se le erizaba la piel del cuello y surgía en su interior un instinto animal de salir corriendo…

Desde que mamá se fue la cosa había cambiado. Su padre le comenzó a temer a él. Y no era para menos, claro está. Pero no había sido el culpable de esto. Su madre no le creería. De eso estaba seguro. Siempre le había dicho que el rencor era lo peor que podía invadir a alguien. Ahora, lo mejor era irse lejos.

– Yo también pienso que lo mejor es que te marches, Rafa. Lejos de aquí. No sé dónde, pero aquí ya no eres bienvenido. Te perseguirán como a una bestia; el crimen del que se te acusa está reservado a los peores criminales.

– Pero yo no lo hice.

– Sí que lo hiciste. No importa si le empujaste o se cayó por esa ventana. A todas luces, eres culpable. No deberías ni estar aquí. Y eso sí que es culpa tuya. A lo mejor ya es tarde para que te vayas.

Dejó la pala en el suelo y se fue para dentro. Su amigo le esperó fuera, fumando. Dio unas vueltas por la casa. Quería guardarlo todo dentro de sí y echar la llave para siempre; no entrar nunca más en ese pequeño desván de su interior, pero al menos saber que todo estaba ahí, a buen resguardo. Cogió unos guantes, apagó la chimenea, y salió. Cerró con delicadeza.

– Sabes, he pensado que me voy a quedar la casa.

El otro siguió fumando.

– Es una cagada.

– No. No volveré a pisarla. Es verdad que alberga algo malo. Pero también alberga cosas buenas, de mí y de mi familia. Quiero saber que puedo venir cuando quiera, a echar un vistazo… aunque no lo vaya a hacer jamás.

El amigo apretó los labios.

– Te he ayudado con esto. Pero me tengo que ir. A lo mejor tienes razón y deberías quedarte con la casa. Aunque esté maldita y en medio de la nada, es tuya. – fue lo último que dijo.

Al año siguiente, Rafa volvió a la casa. Sobre la tumba de su padre había brotado el césped. Entró. Todo seguía como siempre. Allí pasó dos noches. No volvió a ver a su amigo. De noche, la casa se llenaba de mosquitos que le picaban y zumbaban a su alrededor. Jugó con sus juguetes. Luego se despidió y se fue. Nunca más volvió allí.

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Familia

En aquella tierra, los caminos eran un canto a la unión del ser humano con la naturaleza. Las piedras, duras y grises, eran aplastadas por los cascos de los caballos, que pisaban la tierra salvaje hasta crear unos pasajes por donde trotar. Las personas no alteraban el material genético de la tierra, pues la tierra y el hombre eran uno, y todo lo que había en ella era para el otro sagrado y digno de respeto. De la tierra venían y a la tierra debían de volver.

Por uno de estos caminos indómitos galopaba un caballo gris, con una mancha blanca en el costado y una crin larga que bailaba a un lado de su cuello, llevada por el viento. Sobre el animal, sin silla ni riendas, un hombre, bajo, con el pelo largo y oscuro, bigote y una prenda de lana con remiendos. La bestia galopaba por aquel sinuoso pasaje entre los árboles como si supiese el camino de memoria, girando en cada curva con precisión, esquivando los troncos por centímetros. En ese momento el jinete pensó que, si un día uno de aquellos árboles cayese sobre el camino, el caballo estaría perdido, ya que tropezaría por culpa de su costumbre animal, característica que extrañamente solemos compartir las personas.

La aldea a la que llegó era pequeña, contenida, humilde, con tres o cuatro casas de barro, arcilla y troncos esparcidas sobre un fondo verde, un par de campos de cultivo breves pero cuya tierra era oscura y húmeda y donde ya se adivinaban unos tallos que precedían a la cosecha venidera, y un pozo de piedra en el mismo centro. El bosque de alrededor abrazaba la aldea como a la espera para invadirla, en cada hueco libre nacía un árbol, cada una de las ramas que surgían en la copa de los árboles parecía querer cubrir la aldea, estirarse ocupando lo máximo posible, como si fuera la naturaleza misma reclamando su posesión sobre todo aquello, o como queriendo proteger a la pequeña población entre sus brazos.

Llegó entonces el animal por el camino, sobre su caballo, respirando agitadamente por como de rápido había descendido el trayecto de la colina cercana hacia la aldea. Desde esa colina podía ver todo el paisaje que rodeaba a aquel bosquecillo, hasta un valle profundo cuyo fondo casi no podía ver. Ese era su trabajo, vigilar, dar vueltas, conocer el exterior y volver con el objetivo de no tener que salir de allí nunca. Este puesto en la aldea, que no existía cuando los padres de sus padres vivían, le había sido encomendado por la amenaza que se cernía sobre ellos. Todos los pueblos circundantes, incluida una pigmea ciudad cercana, Oiasso, habían caído presa de unos invasores de metal, oro y plumas a los que llamaban los romanos, y se decía por la aldea que eran implacables y duros como el acero que empuñaban. Los que se resistían, o eso decía el viejo, los capturaban, les ponían cadenas como a los bueyes y los arrastraban por sus calzadas de roca bastarda, grava y zahorra para luego sacrificarlos en sus ciudades y comérselos en nombre de sus dioses extranjeros. Los que se subordinaban podían vivir en sus casas, sí, pero eran esclavizados, y forzados a abandonar su lengua, sus dioses y sus costumbres.

 

 

 

A su paso salió un hombre, alto, esbelto y con un aire de ave rapaz, con la nariz aguileña y los ojos grandes y verdes, una boca cerrada, fina y prieta y un mentón pronunciado. El hombre llevaba sobre la túnica de piel un amuleto de huesos pequeños atados entre sí, que estaba sujetando con una mano cuando se acercó al jinete.

-Saludos, Aldair. -dijo el hombre que sujetaba el talismán.

-Saludos.

– ¿Traes buenas noticias?

-Traigo noticias, pero no son buenas, amigo. -Aldair hizo una expresión compasiva mientras lo decía, como un curandero diciéndole a un moribundo que ya no quedan ungüentos para él, y que se acerca su hora irremediablemente.

El hombre rapaz apretó inconscientemente su amuleto de huesos e hizo la siguiente pregunta sufriendo, casi cerrando los ojos, temiendo la respuesta.

– ¿Son los romanos, Aldair? -se atrevió a preguntar.

El jinete al que llamaban Aldair apretó los labios y asintió fúnebremente con la cabeza.

-En la asamblea os diré. Tenemos que pensar algo. -Aldair se adentró con el caballo en la aldea al terminar de decir esto, mientras el equino meneaba la cola y resoplaba.

La lechuza se quedó quieta, mirando al suelo unos segundos, hasta que empezó a mascullar para sí y ponerse en movimiento.

-Sí, sí, tenemos que pensar algo, ya lo creo… -dijo, alejándose por entre las hierbas cortadas burdamente, pisando de forma suave, como con miedo de hacerse daño con el suelo, con la cabeza gacha y meditabunda y el amuleto de huesos aún entre sus dedos.

Las garras del Imperio hacía mucho que se habían cerrado entorno a la península que por aquel entonces poblaban una variedad de pueblos. La legión, con su estandarte rojo con un toro bravo, de sangre, fuego, entró por una alta cordillera nevada, y como un arado de guerra, luchó y venció sin gran esfuerzo a las primitivas naciones que allí habitaban. Pero no era esto lo severo, sino que además los hijos de Rómulo y Remo vencieron en una guerra

 

 

mucho más importante; la guerra contra la tierra. Deforestaban, excavaban y abrían la tierra en canal, la llenaban de piedra y roca, grava, arena, luego más piedra, y hacían unos bordes duros y pétreos, orgullosos. La tierra para ellos no era más que otro enemigo al cual vencer, y lo hacían con soltura. Los acueductos movían las aguas, los puentes de roca, con sus arcos altos y combados, las vencían, y presas y diques eran construidos para retenerlas. Se cazaba más de lo que se podía comer, y los nobles y senadores, en sus casas con columnas de mármol blanco y bañadas con cal, comían, y vomitaban para seguir comiendo. Mientras, los jóvenes, recién sacados de sus casas, agarraban la espada, el escudo rectangular, y se enfundaban el casco en torno a sus cabezas peladas, imberbes y morenas. Luego les mandaban de campaña, por ejemplo, a la península antes mencionada, donde lucharían contra los íberos y los celtas por dominar unas tierras que nunca les pertenecerían y esclavizar a unos bárbaros que nunca habían salido de sus tierras. Y por supuesto hacían calzadas.

El mayor orgullo de las legiones era su gran obra: la enorme, colosal, descomunal red de calzadas que unían cada una de las provincias con el resto, y con su centro neurálgico, Roma. En Hispania, la red de calzadas estaba ya bien asentada, pero faltaba una pequeña parte, al norte, donde unos pueblos especialmente tenaces resistían los avances del progreso imperial, algo intolerable para la apisonadora de la civilización.

El viejo estaba en una de las casas de la aldea, una casa cuadrada con paredes de adobe seco y techo de ramas entrecruzadas, que dejaban pasar tenues haces de luz que impactaban en la hierba y el barro seco que hacían de suelo. En un pequeño taburete descansaba, comiendo un guisado de pimientos, judías y patatas, mientras su hija, una muchacha joven vestida con una larga túnica de piel fina, sentada en otro taburete y separada por una rudimentaria mesa del viejo, daba de pecho a un bebé moreno y fuerte. La muchacha, con la piel blanca, los ojos azules y la melena larga hasta la cintura, miraba con cariño al bebé, y el viejo, calvo como un canto rodado y con una barba blanca la miraba también a ella, con curiosidad. No se acostumbraba a que su hija más pequeña ya diera de pecho con menos de diecisiete años. Para él seguía siendo casi una niña. Mientras estaban así, cada uno a lo suyo, pero unidos en una especie de idílico silencio, del que solo se da en la montaña y en la familia, la puerta se abrió para dejar pasar a Mael, que como de costumbre llevaba su amuleto de huesecillos de ratón sujeto. El viejo notó una turbación importante en su yerno, por lo que dejó el plato encima de la mesa y le miró inquisitivamente.

– ¿Qué pasa, muchacho?

Mael entró en la estancia, azorado, y cerró la puerta a su paso. Apoyó la espalda en ella y soltó el amuleto, que cayó sobre su pecho suavemente.

 

 

-Los romanos. -dijo. La muchacha dio un pequeño respingo en su silla, clavó la mirada en su padre y siguió dando de pecho al niño. El viejo se quedó mirando al plato. Luego miró a Mael a los ojos.

– ¿Estás seguro? ¿Por qué vendrían aquí? ¿Han visto a Aldair en una de sus salidas?

– No lo sé. Ha sido Aldair el que me lo ha dicho, que pasa algo con ellos. No se que puede ser, pero todo lo que esté relacionado con los romanos me da pavor.

– Haces bien. En la asamblea lo veremos. – sentenció el anciano, antes de coger otra vez su plato y seguir comiendo.

Mael se acercó a su mujer, y acarició al bebé que sujetaba. Era su viva imagen. Podía empezar a ver un mentón fuerte y recto, un par de ojos verdes, una frente ancha… Cuando volvió a pensar en los romanos se levantó, agarró su amuleto con una mano y se marchó de la casa. Su mujer, Alanis, siguió dando de pecho a su hijo mientras miraba al viejo comer. Si los romanos viniesen aquí… quien sabe que ocurriría. No saldríamos ninguno vivo. Miró a su hijo, casi recién nacido, pequeño e indefenso.

Esa tarde llovía, por lo que los hombres de la aldea fueron al gran comedor, que era una casa un poco más grande de lo normal, pero con un tejado sólido en condiciones, que no dejaba pasar la lluvia y que protegía a los hombres que, sentados en un círculo y con unas velas en medio, como en un antiguo ritual oculto, se miraban los unos a los otros con curiosidad e incertidumbre. Un total de cuatro hombres, los únicos que quedaban en la aldea, sin contar al viejo y Aldair, se reunían como cada día desde hacía generaciones.

Mael estaba justo enfrente del jinete y el viejo, apretando su amuleto tanto, que las venas de su mano se notaban contra la luz de las velas. Miraba al suelo. Aldair comenzó a hablar.

-Mirad, pues yo he llegado a la colina a la que siempre voy para ver el valle. Desde ahí puedo ver prácticamente hasta la playa si miro hacia el norte, y hacia el sur, hasta los campos donde antes estaba la aldea de Pulko, sin poder ver lo que hay más allá del valle de Pulko, por lo que toda la parte del otro lado del río me es invisible. Normalmente esa zona siempre está desierta, al menos desde que los romanos la saquearon y los de Pulko huyeron. Sin embargo, esta mañana he mirado, esperando encontrarme el paisaje desolado pero tranquilizador, y me he encontrado una verdadera legión acampada. Mi vista ya no es tan buena como antes, pero diría que están talando. Talando los bosques que se encuentran. No toda la legión, claro, sino uno o dos grupos más bien pequeños, cortan todos los árboles que ven, los tiran abajo.

– ¿Y eso como lo sabes, Aldair? -preguntó nervioso Mael.

 

 

– Allá donde la legión está acampada, hay una franja de unos doscientos o trescientos metros en línea recta, más o menos de dos carros uno al lado de otro de ancho, donde no hay ni un solo árbol, todo pelado. Sin embargo, a los lados de ese camino que están haciendo, si que hay árboles. Está claro que es premeditado.

– ¿Y por qué? -volvió a preguntar Mael.

Aldair continuó.

– Ya le he dicho al viejo que lo más probable es que estén haciendo una calzada. – el viejo hizo sobre el barro seco, con un palito, una línea recta por un lado que se cortaba de repente, luego un punto en medio del barro y otra línea recta aislada. – Veréis, como sabéis unos metros al noreste hay una calzada. El viejo y yo la hemos visto con nuestros propios ojos, de piedra, dura. Esa calzada va hacia el norte, algunos dicen que hasta la misma Roma. Los romanos quieren unificar ese trozo de calzada con el resto de calzada que han hecho por aquí, y esa línea recta que digo -señaló una línea imaginaria entre las dos líneas rectas que pasaba directamente sobre el punto- va derecha hacia nuestra aldea. Estamos en su camino

Todos mantuvieron el silencio.

– ¿Eso significa…-preguntó el hermano de Mael, Baladi. Estaba sentado junto a Mael. Tenía la tez morena, el pelo rizado, los brazos fuertes, el cuello rígido. Forjaba el acero en la aldea. – que vamos a ser nuevos ciudadanos romanos?

Aldair rio amargamente, risa compartida por el viejo, que rio hasta que una serie de violentas y profundas toses le obligó a parar y casi le deja sin respiración.

– ¿Estás bien? -preguntó Aldair.

-Si, si, muchacho, tranquilo, siempre me pasa en este tiempo del año. Siéntate, siéntate. – el viejo estaba rojo, y respiraba con dificultad.

Aldair le pegó un par de palmadas leves en la espalda, y cuando el viejo ya estaba totalmente recuperado, contestó a la pregunta de Baladi.

– ¿Qué nos harán ciudadanos romanos? Eso sería lo mejor que podría pasarnos ahora mismo. Peor. Querrán deshacerse de nosotros. Somos un impedimento directo a sus planes.

– ¿Y los romanos no se plantearán dar un pequeño rodeo entorno a nuestra humilde aldea, verdad…? -aventuró con una sonrisa Aratz, el hermano de Alanis, cazador, de cara ancha y pómulos marcados, de piel pálida y labios rojos como la sangre. El viejo sonrió levemente a la broma de su hijo, sin levantar la cabeza del pequeño mapa que había trazado.

 

-Tendremos suerte si no la derrumban hasta el mismísimo suelo. Pero bueno, yo creo que ya es hora, ¿no creéis? No me creíais entonces, pues ahora creedme. La maquinaria romana está en marcha, y nosotros somos una hormiga insignificante contra sus ruedas del tamaño de montañas. Ya cayó Oiasso, no me creísteis, cayó Polka, seguisteis escépticos, ¿pero ahora? -Aldair se estaba acalorando. – La verdad y la muerte están aporreándonos en nuestra puerta. En nuestros mismos valles. Al ritmo que van esos malditos legionarios, igual tenemos tres o cuatro días más antes de que topen con nosotros, con esta aldea que, dioses mediante, aún no han descubierto. Si empezamos ahora mismo a preparar el carro… -Aldair se puso de cuclillas, cogió el palito que el viejo había dejado en el suelo y empezó a hacer dibujos incomprensibles en la tierra. – igual nos da tiempo… cabe la posibilidad… pero ahora, por supuesto, ahora… debe ser ahora, claro… sino… sino no va a dar tiempo. No, no dará. Hay que empezar hoy mismo -luego se quedó en silencio, observando atentamente las caras del resto de hombres en el círculo.

Galván, el hermano de Aldair, que había escuchado en silencio, se pasó sus manos callosas y sucias de trabajar en sus campos por su cabeza morena lentamente, mirando el primitivo mapa, intentando comprender la situación en la que se encontraban. Luego se cogió las rodillas, pegadas al pecho, miró las velas. Estaba pensativo.

– Bien, huir, propones eso, pero ¿adonde? ¿Adonde huiremos, Aldair? ¿Qué lugar queda fuera del alcance del Imperio?

Aldair le miró furiosamente. No se esperaba que nadie tuviese el valor a contradecirle, después de haberse preparado ese discurso cuidadosamente para convencer a todos. La prueba de la calzada ya le parecía más que suficiente, pero sus palabras, ensayadas al detalle durante todo el día, debían de haber doblegado la voluntad de Galván. ¿Por qué no le hacía caso a la primera por una vez en su vida?

– A cualquier parte, a cualquier parte menos aquí. Hay rumores de que en el norte, más allá de los grandes picos nevados, hay ciudades, pueblos. La familia de Zuhur se marchó hacia allí hace casi un mes, y deberíamos hacer lo mismo.

-Y no sabemos nada de Zuhur desde entonces, cuando juraron enviar a alguien a caballo para decirnos como estaban en menos de dos semanas. No lo sé, Aldair…

Aldair estaba al borde del colapso.

– ¿Y entonces qué propones? ¿Quedarnos aquí, como cerdos en el matadero

 

 

hasta que nos llegue la hora? ¿Es eso lo que propones tú, Galván? Cómo ovejas indefensas, diciendo: “oh sí, por favor, romanos, matadnos a todos y arrancadnos el corazón” – Aldair estaba casi gritando, había acercado la cabeza a su hermano y le miraba directamente. Hasta el viejo le miraba asustado. – ¿No comprendes, granjero duro de mollera, hasta donde han llegado las cosas? – volvió a su sitio brevemente, respiró. – Debemos irnos. Así son las cosas, y así deben de suceder.

Todos callaron. Se levantó la sesión. Se acordó que al cabo de dos días, partirían hacia el norte. Aldair así lo propuso, y el resto calló.

 

La luna, en aquella época de primavera, parecía brillar con una refulgencia especial, perlada, blanca y manchada. Junto a ella, en el cielo oscuro y gigantesco, unas estrellas esparcidas como si un coloso celestial las hubiera lanzado a puñados para la siembra, que brillaban como el agua cuando el sol

lanza sus rayos casi horizontalmente por la mañana, acariciando la superficie del río. Bajo este manto nocturno, la aldea, y en la aldea, la casa de Alanis, donde el viejo y ella estaban cenando carne de ciervo cazada por su hermano Aratz y el niño dormía plácidamente en una cuna de lana y pieles colocada en el suelo.

-Sabes, Alanis, yo no quiero irme. -dijo el viejo.

-Ya lo sé, papá, yo tampoco.

– ¿Cómo podemos dejar la tierra que nos ha visto crecer, que nos ha dado de comer y nos ha visto levantar nuestras vidas sobre ella? ¿Y mi casa?

– Todo eso no existirá cuando vengan los romanos. Lo mejor que podemos hacer es irnos. Aldair es tozudo, pero en esto tiene razón. Nos cogerán, nos llevarán a Roma y nos meterán en uno de sus corrales, donde nos enfrentarán a toros, tigres y leones. Me lo dijo un mercader en Polka antes de que lo conquistasen. Ese hombre había visto mundo.

– Eso lo sé, Alanis. Pero huir, ¿para qué? ¿Adonde se supone que vamos a ir? No nos quieren en ninguna parte, somos esclavos de la tierra que nos vio nacer, y es la misma que debe vernos morir. Además, soy anciano, no sobreviviría a un viaje como ese.

-Venga, papá, no exageres. No eres tan anciano, puedes andar y comunicarte perfectamente, aguantarías en el carro como cualquier otro. Tampoco será tanto tiempo. Apuesto en que menos de dos semanas llegaríamos a algún sitio.

 

 

-No lo sé, Alanis, no lo sé… Estoy viejo, enfermo, débil ya lo sabes. Igual me toca morir aquí. Donde han vivido mis padres, y sus padres, y sus padres antes que ellos. Mi lugar es este, ¿comprendes?

– ¡Qué tonterías dices! ¿Cómo vas a quedarte aquí? ¡Los romanos te esclavizarían y te arrancarían el corazón! Te vienes con nosotros y no se hable más.

El viejo miraba al suelo, sentado en su taburete, pensativo.

– ¿Me has oído, no? Vamos todos. Mael, tú, el niño y yo. Aldair, el resto, también. Somos todos familia. Aysha, la mujer de Aldair, es tu sobrina de sangre. Debemos irnos todos.

El viejo calló, y se mantuvo en silencio hasta el día siguiente, pero aunque él aparentemente había cedido en lo respectivo a irse, dentro de su corazón sabía que jamás se podría marchar, que estaba enraizado en aquella aldea como uno de los árboles que la rodeaban, y que si los talaban, él caería también, porque así debía de ser, tanto uno era el medio en el que era y él mismo.

 

Mael y Galván escuchaban la discusión fuera, sentados en torno al pozo de piedra, en dos sillas de madera desvencijadas que crujían, y en la oscuridad su madera de pino oscura parecía negra como el cielo que los cubría, y el manto negro y ellos eran uno solo. Esta unidad se veía rota por Mael y su amuleto blanco, que sujetaba con fuerza. Murmullaba algo para sus adentros. Cuando la discusión dentro de la casa paró, se calló, soltó el amuleto y le habló a Galván.

-Ese viejo está mal de la chaveta. No lo van a sacar de aquí.

Baladi asintió en la oscuridad.

-Tiene razón en lo que dice. Es sabio, y su alma reside aquí.

-Pero no puede ser tan egoísta. ¿Y el resto? ¿Tenemos que quedarnos aquí por los delirios de un viejo que chochea? -dijo Mael.

– A lo mejor los egoístas somos nosotros por querer sacarle de su hogar.

– ¿Egoístas? Egoísta es él. No le importan ni sus hijos, ni sus nietos, ni su sobrina… Le damos todos igual. Solo quiere estar aquí. Deberíamos dejar que se suicidara en la aldea, como él quiere, y todos en paz.

Baladi se calló durante un rato después de oír las palabras de Mael.

 

 

 

-Estás hablando como un necio. Nuestra familia vive lejos, y esta no es nuestra tierra. ¿Cómo ibas a comprender a alguien que no se ha separado de la suya durante toda su vida? Para él, salir de aquí sería como sacar a una planta de su maceta. Puede que viva un poco, pero moriría en cuestión de tiempo. Sacarlo de aquí, a estas alturas, es igual que matarlo.

Mael se revolvió en su silla. Las duras palabras de su hermano le habían incomodado. Sintió esa clase de humillación que se siente cuando uno se cree orgullosamente con la posesión de la razón, y se la quitan en la cara, y no solo eso sino que encima se la sacuden delante y les aporrean con ella.

-No pareces mi hermano. Te preocupas más por la salud de esa familia que por la nuestra. ¿A qué se debe tanta preocupación por el viejo de las narices? Va a morir de todas formas pase lo que pase. Preocupémonos por nosotros y ya está.

-Con la muerte de mi mujer ya vi lo que es que se rompa una familia. Y no quiero ver como se rompe otra. No olvides, hermano, que esa familia es también la nuestra. Por cierto, no digas esas barbaridades en voz alta, que cualquiera puede oírte.

-No digo ninguna barbaridad. Yo no voy a morir aquí. Conozco sitios cerca, tengo amigos de cuando yo era curandero. Me acogerán. No seré esclavizado por los romanos, podéis estar seguros de eso.

-Estoy seguro. Ninguno lo seremos. Pero hay gente que es esclava de cosas peores que los romanos.

Mael se calló durante un rato. Luego se levantó, agarró unos guijarros del suelo y los dejó caer sobre el pozo, viendo su caída lentamente por el agujero, en cuyo fondo reinaba el misterio y el enigma, el mismo que reinaba en su mente.

Baladi esa noche llegó a su casa tarde, después de reflexionar lentamente en todo lo que había hablado con su hermano junto al pozo. Llegó y vio a su hijo, durmiendo entre las pieles plácidamente, sin saber todo lo que se vendría en los siguientes días. Miró por la ventana y pensó en que no recordaba una noche tan bonita desde hacia mucho, desde que era cochero por lo menos. Cuando llevaba las carretas entre los pueblos y movía el trigo, el heno, la berza y las patatas era verdaderamente feliz. No vivía en una aldea así, sino en un pueblo serio, de mayoría vascona, donde todas las mañanas olía a pan caliente y a hierba mojada, y los niños correteaban entre las chozas, y los perros pacían libremente entre las hierbas altas y los dientes de león, siguiendo a las vacas. Baladi recordaba ese pueblo con cariño, arrugando la frente mientras se la frotaba y sonreía. Cuando hacía esto, un mar de grietas se le extendían por los ojos, la frente, las comisuras de los labios, y parecía una vieja tortuga. Tenía que cuidar de Kenneth, porque era lo único que ella le había dejado que aún conservaba valor. Saludó al perro y lo acarició un poco. Ese perro había acompañado a su hijo desde hacía años, donde ambos no eran más que cachorros, y cuidaba a la criatura con su vida. Baladi lo miró con cariño. Se acostó al lado de su hijo y durmieron.

 

A la mañana siguiente el sol se desperezó emitiendo una luz blanca, vaga, que iluminó toda la aldea. En el primer rayo, Aratz se levantó, cogió su arco negro, se montó en un caballo y recorrió los alrededores del pueblo. Los árboles, como viejos recordatorios de la presencia de la naturaleza allí, se erguían, orgullosos y soberbios, sin saber que igual a esa hora dentro de dos días ya no estarían ahí. Y los ciervos que corrían entre las hojas, y los conejos que se ocultaban en las madrigueras, y los pájaros, los ratones, los gusanos, acabarían en la tripa de unos legionarios hambrientos, bajo tierra o aplastados por diez toneladas de grava, arena y piedra maciza. Vio un ciervo, grande y viejo, que estaba entre las hojas de un par de pinos, paciendo alegremente. Necesitaban provisiones para el viaje. Galván salaría esa carne, y les daría para alimentarse durante tres o cuatro días, solo un ciervo de ese tamaño. Aratz cogió una flecha, recta y con un par de plumas de ave, la puso en el arco, tensó la cuerda y el proyectil atravesó el aire a una gran velocidad hasta clavarse en el cuello de la majestuosa bestia. Luego, el otro animal, se acercó, bajó del caballo y se arrodilló junto al ciervo. Le susurró algo al oído, sacó su cuchillo y con un movimiento rápido se lo clavó en la tráquea, giró, y el ciervo dejó de existir. Aratz trató de agarrarlo, pero era demasiado pesado, por lo que llamó a Galván, y juntos lo cargaron en el caballo de Aratz y empezaron a guiarlo hacia la aldea.

– Qué gran bestia. Va a ser un honor para mí despiezar esto.

-Y que lo digas. Menudo bicho. Con estos cuernos podría hacer un casco como los de los guardianes de los cuentos que contaba la abuela, ¿si o no, Galván? -Aratz le dirigió una mirada socarrona y Galván sonrió recordando a la abuela con sus cuentos. -La suelo echar de menos. Ahora mismo ella sabría qué hacer.

– Yo también se que hacer. Lo que hay que hacer es irse. La verdad, me duele decirlo pero Aldair tenía razón. Por una vez en la vida, esa mula cabeza de chorlito ha dicho algo sensato. Quedarnos es morir de forma segura. Yo no tengo familia, pero soy joven. Quiero buscar una vida lejos. Lejos de esta aldea maldita que ya me ha retenido demasiado tiempo.

– Sí, pero ¿y mi padre? Él dice que ahora quiere irse, pero no me lo creo. Ese no saldría de aquí ni aunque le dijese que ahí fuera está la mismísima Hiperbórea.

– La tradición.

-Sí señor, la tradición.

 

 

-Al final, la tradición es lo que mantiene viva esa llama. La de nuestra civilización. Y un hombre debe poder decidir donde muere. Porque tu padre está en las puertas de la muerte, ¿no es así?

-Es así, primo.

– Pues yo creo que debería poder morir aquí. Dejadle en paz.

Aratz le miró con desprecio.

-Eres un majadero, primo. Padre debe venir con nosotros y es lo último que voy a hablar de este tema.

-Vale pues. No se hable más. Pero lo que pienso es lo que pienso.

 

La legión estaba ya cerca del bosquecillo apacible donde la familia cavilaba. Desde allí ya veían perfectamente la colina donde un día antes Aldair había divisado a los romanos. La colina que había que remontar era escarpada desde aquel lado, y poco eficiente para los legionarios. Uno de ellos fue a su centurión.

– Salve, centurión.

-Salve.

-Mire, esta colina desde aquí es extremadamente difícil de subir, más con el equipo de talado. Por lo tanto un soldado ha propuesto algo.

– Vaya al grano.

-Prendemos fuego al bosquecillo sobre la colina. No se extenderá a lo de abajo por como está posicionada la colina sobre el resto del bosque, y no dejará rastro.

Al centurión se le iluminaron los ojos. Llevaban más de una semana estancados en un trozo de calzada insignificante. Mucho valle, río, que salvar. Esto era una solución rápida, y si lo que decía el soldado es cierto, no tendría mayor repercusión. No estaba permitido, pero bueno, en aquella tierra no había ninguna clase de ley menos la del acero de sus espadas y la piedra de la calzada.

-Es buena idea, soldado. Pero como a un solo árbol de fuera de esa colina se le queme una sola hoja, me encargaré personalmente de que toda esta centuria sea colgada por las pelotas en medio del Coliseo durante una semana.

-Sí, señor.

Se pasaron todo el día fabricando unos escorpiones rudimentarios, de madera y cuerdas, que lanzarían las flechas incendiarias sobre la colina. Envolvieron las flechas en trapos y las metieron en grandes cubas con brea. A esa hora dentro de un día o dos, el bosquecillo y todo lo que en él estuviese dejaría de existir.

 

Baladi estaba jugando apaciblemente con su perro y su hijo. En días soleados les gustaba salir cerca del pozo, y lanzarse entre ellos una pelota vieja y polvorienta, gris, de trapo, que el perro negro y grande cogía al vuelo. El niño se reía, abrazaba al perro, luego a su padre, y saltaba tratando de coger la bola. El perro salía corriendo, y el niño detrás. Su cola negra se escurría entre las manitas del niño, que se cayó un par de veces tratando de atrapar al animal. Tras las caídas, el perro soltaba la bola, se acercaba, y empezaba a chupar al niño. Baladi se acordaba de cuando su mujer estaba viva, y cogieron al cachorro en el mercado del pueblo, una bola negra y peluda. Ahora, su mujer ya no estaba y el perro era más grande que el niño. Pero el animal le protegía, y le gustaba pensar que en cierto modo, una parte del alma de su mujer seguía viviendo dentro de él.

 

El sol, el último sol que verían ponerse sobre su aldea en toda su vida, se ponía lentamente, como si quisiera aprovechar cada instante en el que aún podría ver a esa familia, a ese grupo de personas en armonía con la natura que les rodeaba. Las lentas y suaves olas de luz naranja caían sobre la aldea, bañándola de una tranquilidad inusitada, mientras que el viejo lanzaba pipas a unos cuervos que por ahí pasaban.

Galván le vio, pasó y se sentó junto a él.

-Buenas tardes viejo.

-Buenas tardes, Galván.

-Mañana nos vamos.

-Así es, Galván.

– ¿Qué opinas?

El viejo se levantó, miró hacia el sol unos momentos, luego siguió lanzando pipas a los cuervos, negros.

– ¿Cómo que qué opino? ¿Qué hay que opinar? Nos vamos y ya está, ¿no? ¿No es eso lo que ha dicho Aldair? Pues se hace y punto.

– ¿Pero tú no quieres irte, verdad que no?

 

 

– No, no quiero. Esta tierra. Me ha visto crecer. A mi juicio, es de donde nacen mis antepasados, y donde yo debo morir. Vosotros sois jóvenes. Bueno, Aldair no tanto, pero aún le queda algo de vida. ¿Pero yo? El destino me llama. Lo noto. Debo morir aquí.

– Entonces, ¿por qué te marchas?

El viejo calló.

– Por mi hija, supongo. Y por no abandonar la familia. Eso es importante, ¿entiendes, Galván? Pero lo estoy haciendo mal.

Galván se levantó.

-Bueno, si me pides opinión, yo creo que ya que se nos reserva el derecho a elegir donde nacer, deberíamos poder ejercer el derecho a elegir donde morir. No nacimos en Roma, pero podremos morir donde nuestros antepasados yacen, nuestros dioses moran y nuestra alma descansa. ¿No es así?

El viejo reflexionó mientras Galván se marchaba. Los cuervos picoteaban furiosamente las semillas, con sus ojillos negros saltones mirando hacia arriba, pidiendo más.

Aquella noche no había luna. Mal presagio. Las estrellas apenas brillaban. El cielo estaba más oscuro que nunca. Sin embargo, del otro lado de la colina llegaba una luz tenue, que suponían que debía ser la luz de las antorchas romanas, largas y grandes, desafiando el poder de las estrellas, como todo lo de los romanos, que desafiaba a lo natural. La noche era cerrada ya cuando Alanis estaba cerrando los paquetes. El viejo estaba sentado en su silla.

– Alanis, quiero decirte una cosa.

– ¿El qué, papá?

– He tomado una decisión. Yo no me voy. Me quedo aquí.

Alanis siguió preparando los bultos.

-Ya… lo hemos… -cerró un nudo especialmente pesado. – hablado papá. Hemos hablado de esto. Iremos juntos. Como siempre. Todo saldrá bien, tranquilo.

-Alanis, estoy hablando en serio. Que no voy.

– ¿Qué mosca te ha picado? Pues claro que vienes. ¿Cómo no va a venir mi padre conmigo?

 

 

-Alanis, déjame. Un hombre, sino tiene derecho… derecho a nacer… digo, a decir donde nacer, tiene derecho a decir donde morir. ¿O no?

Alanis estaba asustada, y vio que esa idea se había metido en el seso de su padre, lo cual era especialmente peligroso.

-Papá, ¿Quién te ha metido esas chorradas en la cabeza? ¿Qué morir ni nacer ni nada? Nos iremos juntos, todos juntos, y haremos una nueva vida. ¿Sí o no, papá?

-No. No hay vida para mí. Sabes que estoy enfermo y débil. Mi vida acaba aquí, con los romanos y con los árboles que me rodean. No puedo salir. Y no se hable más.

– ¡Papá! ¡Deja de decir esas cosas que me estás asustando! -A Alanis se le enrojecieron los ojos cuando gritó esto.

Al oír los gritos desde fuera, Aratz, que estaba dando un paseo, meditabundo, entró como un relámpago en la estancia.

– ¿Qué está pasando aquí?

– ¡Papá no quiere irse, Aratz!

– ¿Qué dices, viejo?

– Sí, hijo, eso es. Un hombre decide donde debe morir, y yo decido morir aquí, con mi tierra, mi casa y donde murió vuestra madre. Aquí me toca morir.

El bebé empezó a llorar, viendo el conflicto que se estaba dando en su familia.

– No me digas que has estado hablando con el cafre de Galván. ¡Maldito sea mil veces! Maldito sea ese inútil que te ha metido todas esas chorradas entre sien y sien. ¡Irás con nosotros, no vamos a dejarte que te coman esos romanos y hagan collares con tus huesos!

– No me comerán. Me haré el violento a ver si me matan rápido.

Alanis estalló.

– ¡Pero como que violento, si casi no puedes ni andar! Te tomarán por loco, se burlarán de ti durante días y luego te matarán como a un perro. ¡Ven!

-Que no. No voy. Y esa es mi última palabra. Un hombre decide… bueno, ya sabéis, decide donde muere y todo eso. Y punto. Me voy a dormir.

El viejo se levantó, se fue a la pared donde tenía su única piel y se echó encima.

 

-Estás completamente loco, papá. Voy a llamar a Aldair. Él te pondrá en vereda rápidamente. Él sabe que es lo correcto.

Aratz salió corriendo a la casa de Aldair. Allí, entró con estruendo, despertando a Aysha y al bebé. Aldair se levantó con dificultad.

– ¿Qué quieres, hijo de una bruja?

– ¡Mi padre! ¡Dice que no viene!

– ¡Déjale, hombre, no ves que está mayor! Son desvaríos suyos, él es así, ya lo sabes. Mañana, cuando tenga a los legionarios encima dirá otra cosa, ya verás. ¡Anda, duerme tranquilo!

Aldair volvió a girarse y se durmió. Aratz salió y luego fue a su casa, y durmió intranquilo toda la noche.

A la mañana siguiente el sol se levantó tarde, mal, cansado, después de una noche dura y fría. Aratz se despertó como un reloj, igual que el resto de la aldea, y fue a casa de su hermana. Allí, el viejo aún dormía. Su hermana tenía los ojos llorosos.

-Mael.

– ¿Qué pasa con él?

– No ha vuelto a casa.

Aratz se quedó parado, y salió. Faltaba un caballo en el establo. Fue a avisar a Aldair y juntos revisaron la caja del grupo. Mael se había llevado al menos la mitad de las joyas y el oro, un caballo y medio ciervo.

-Maldito sea mil veces. – masculló Aratz.

Se lo comunicaron a Alanis, que lloró amargamente la pérdida de su marido. Dijo que no volvió de noche y se esperaba lo peor, pero aquello era mucho peor. Cuando el viejo se despertó, no daba crédito.

– ¿Nos ha abandonado?

-Sí.

-Ya decía yo que ese talismán ocultaba algo raro.

La caravana se puso en marcha sobre el mediodía. El viejo iba sentado detrás. Sabiendo que Mael se había ido, quedarse allí sería demasiado duro para su hija. Cedió. Se sentó entre un par de niños. Delante iban Aldair y Galván, Baladi y Aratz con caballos a los lados y el resto dentro de la caravana.

 

Cuando ya estaban lejos, los niños dormidos, la caravana se paró.

Aldair gritó algo.

– ¡Aquí está el perro!

El cuerpo de Mael estaba muerto, en el suelo. El caballo también muerto. A su lado, una bajada demasiado brusca, seguramente el caballo se había roto una pata y había ido detrás. Con él, joyas, oro. Comida.

– Maldito traidor.

Cogieron todo lo suyo, lo subieron a la caravana y se pusieron en marcha. El viejo hacía mucho que estaba muerto. La enfermedad le venció. A una planta no se le puede sacar de sus raíces tan fácilmente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GLANTON

Pájaros y ovejas

En un avión. Treinta y cinco mil pies sobre el Océano Atlántico. Las luces leves, para propiciar el sueño. Las azafatas guapas, para propiciar la compra. Botellas. Licores. Hamburguesas, refrescos oscuros. Un hombre, pelo negro hacia atrás y labios finos.

La cabeza contra el respaldo y los ojos cerrados. La corbata roja apretada.

Han sacado un nuevo modelo de móvil al mercado.

No jodas.

Sí. Tiene muchísima más capacidad, una cámara de una nitidez impresionante…

Ah, qué bien. Tendré que cambiar el mío, que ya tiene años.

Sí.

Un maletín. Seis contratos cerrados. Ojos dormidos, mente despierta. Los ojos cobran vida. La azafata. ¿Un whiskey? Sonríe. ¿Un último trago? Piensa. Le pasa a la azafata un enorme fajo de billetes. Quédate con el cambio, guapa. Luego bebe a sorbos de un vaso amplio con hielo.

El avión se agita en el aire como un grandioso pájaro metálico herido. El sol pega fuerte, pero dentro no lo notan. El metal les protege.

Se levanta y va al baño. Pestillo. Lleva el maletín. Seis contratos cerrados. El jefe no podrá quejarse. Abre el maletín. No habrá nuevo móvil para ese hijo de la gran puta. Sonríe. Envuelto en papel de plata, algo metálico con una luz roja que parpadea.

Vuelve a su sitio. Bebe. De su bolsillo saca el móvil. En la pantalla del móvil, un programa. Unos botones. Echa un vistazo al avión. Los del móvil nuevo. Un hombre con traje. Dos con auriculares inalámbricos, otro con un portátil blanco. Deja el vaso apoyado en la mesita, apoya la cabeza en el respaldo y cierra los ojos. La azafata con la carta entre los pasillos. Vuelos a Rivera Maya. El Cairo. Bahamas. En su maletín, seis contratos cerrados. Otro engranaje más del sistema. Hasta ahora.

Media hora después, varios helicópteros. En medio del Atlántico, una ruina blanca humea y echa fuego, como un grandioso animal caído. Seis contratos cerrados, doscientos cincuenta y seis muertos, y un solo vivo en el avión.

Lejos de casa

 

 

“Fallo crítico”. La luz roja parpadeaba con una intensidad perezosa, como si en realidad le diese igual el destino de la nave y solo cumpliese su cometido. En el panel de mando, el resto de aparejos parecían estar en orden, pero esa luz roja amenazaba con mandarlo todo al traste. El viajero miraba al cartel luminoso fijamente desde hacía un rato, temblando. “Fallo crítico”. ¿Dónde se hallaba ese fallo? Esa era la gran pregunta. En los dos años que la nave había estado surcando el espacio y mirando de frente a los astros y planetas, solo un par de fallos habían ocurrido, pero de poca importancia. El viajero miró hacia su lado y observó a través de la ventana.

Desde esa ventana veía a las estrellas refulgir, brillar y retorcerse en el espacio negro e infinito que les envolvía en su sudario. Lejanos e impasibles, los astros ignoraban el destino de los viajeros que volaban en esa diminuta lata metálica, impulsada entre la negrura y penetrando en el misterio gracias a la fuerza de la física y el intelecto humano. La ventana, impoluta, reflejaba también en un segundo plano su propia cara. La del viajero. Tenía ojeras, el pelo casi rapado y una barba que comenzaba a surgir en torno a las patillas y debajo de la nariz. Últimamente el viajero ya no iba hacia la ventana para ver el espacio y los planetas, sino para verse así mismo y comprobar que seguía existiendo. Al menos todavía.

Allí los días eran fríos y uno transcurría detrás de otro sin dejar huella ni rastro. A veces al viajero le parecía que no había pasado a bordo de la nave más de un día, y otras veces le parecía que llevaba atrapado toda su vida dentro. La comida era mala y fría, la nave era oscura y hacía tiempo que no conseguía conciliar el sueño más de dos horas seguidas. No sabía hacía cuanto exactamente, pero hacía mucho. Las paredes de su precario cuarto estaban adornadas con una fotografía del lugar donde creció, de su familia. Un póster de una película que nunca podría volver a ver, y flotando por la habitación, una réplica metálica de un monumento que nunca podría volver a visitar.

El viajero se dirigió a la sala de máquinas. Unas luces naranjas iluminaban el recinto, asfixiante y ruidoso. Era el reactor. Aquella versión en miniatura de una central nuclear daba electricidad casi ilimitada a la nave. El sistema de refrigeración se había estropeado y la temperatura se estaba descontrolando. Si el reactor se descontrolaba y se producía un error dentro del núcleo, estallaría y se llevaría detrás a la nave. El viajero lo miró con una mezcla de excitación y de miedo.

Sobre esa misma sala de máquinas, descansaba la estancia más amplia de la nave. Doce cápsulas, de titanio y con unas ventanas que dejaban ver el interior, albergaban a ocho hombres y cuatro mujeres de edades más bien avanzadas y con el pelo gris. Doce de las personas más pudientes del antiguo planeta Tierra habían podido permitirse adquirir ese modelo comercial de nave y emprender un viaje hacia una lejana colonia fundada hacía ya más de veinte años fuera de nuestro sistema. Huían del colapso climático que había sucedido en nuestro planeta. En esa habitación reinaba la oscuridad total, mientras esos que dormían hasta su llegada a la colonia dejaban sus vidas en las manos del viajero.

En la Tierra el viajero era un hombre humilde. Una familia, una casa en su ciudad natal y una vida por labrar. Entonces los ciclones, los tsunamis, las tormentas y las lluvias ácidas llegaron. Lo que antes era tierra era ahora agua, y lo que antes era agua era ahora un erial. En pleno apocalipsis logró un puesto como conserje y responsable de mantenimiento en una nave. Cinco años de trabajo constante y solitario a bordo de una nave espacial a un millón de kilómetros de su familia y su pasado, con la única remuneración de llegar a la colonia y salvarse de la destrucción. Sus padres le apoyaron. Era joven, cinco años son pocos a cambio de la vida. Y se marchó a una colonia desconocida, en una nave oscura y gris, solo.

El viajero encendió la luz y pasó como tantas veces había pasado por la sala de hibernación. Los doce empresarios, tumbados y durmientes. El viajero paseaba entre los sarcófagos. Director, subdirector, gerente de la explotación, jefe del departamento de refinerías, jefe del departamento de las minas, de deforestación.

Cada vez que pasaba por ese pasillo, y más últimamente, una rabia honda le sacudía el corazón. A sus ojos, sus males y los de la Tierra tenían unos responsables.

– ¡Hoy se hará justicia! -gritó.

Luego empezó a reírse, solo, en medio de la sala, rodeado por los magnates y aun así sintiéndose más poderoso que todos ellos.

El viajero subió a la sala de observación. Allí no había ventanas, sino una cúpula de cristal que le permitía ver el universo en todas direcciones. Lo único que le daría pena de su despedida sería esa cúpula. Si miraba hacia arriba veía la Tierra, por lo que se tumbó. Era lejana ya. Tanto, que no sabía si ese punto azul era la Tierra o solo su imaginación que le engañaba.

La Tierra, invencible, se sacudía. Sufría. Se abría en heridas profundas que llegaban hasta su centro y se retorcía azotada por tormentas de fuego y parecía moribunda. Pero se alzó de entre sus mismas cenizas y resurgió de su sombra, cambió pero sobrevivió, porque nos vio nacer y nos debe de ver morir.

En el espacio, en algún punto de poca importancia y sin nada reseñable, una irrisoria explosión tuvo lugar. Pedacitos de metal se esparcieron por el vacío, que al cabo de unos años llegarían a la atmósfera de algún planeta donde se desintegrarían. Lo único que flotaba y seguía indemne era una escultura pequeña de la Torre Eiffel, que giraba descontrolada entre la nada.

El abuelo

    Volábamos a más de mil kilómetros sobre agua turquesa con destellos dorados. Me giré en mi asiento algo nervioso por la proximidad del aterrizaje. Jamás había visto a su familia, aunque me había hablado mucho de ella. De su padre, proveniente de un largo linaje de mineros de plata. También había hablado de su madre, que era la más insistente en sus llamadas a nuestra nueva casa. Sin embargo, del que más me había hablado era de su abuelo. Un hombre sabio, amable y que desde niña había cuidado de ella. Mi prometida y su familia llevaban sin verse más de cinco años. Pero nos casábamos, y era hora de hacerles una visita.

-Tomás, cariño, que ya casi estamos. – me dijo Beatriz con una sonrisa en la cara. – Mira, se ve por tu ventana.

Miré y asentí, distraído, y volví a encerrarme en la lectura hasta la hora de llegar.

Me dio un bofetón de calor nada más bajar. Nos metimos rápidamente dentro del aeropuerto, y esperamos pacientemente nuestra maleta. A la salida, mi prometida se abalanzó sobre una mujer esbelta y morena que supuse que sería mi suegra, Miranda. A su lado, un hombre más bien bajito, musculoso y muy moreno, me miró con una mirada contenida pero afable.

-Bienvenido a México, Tomás. -me dijo el padre, Miguel, mientras me tendía la mano.

Cuando mi mujer terminó de abrazar entre lágrimas y risas a su madre, me acerqué a saludarla a ella. Nos intercambiamos dos besos, y fuimos afuera. El sol pegaba con mucha fuerza a esa hora del día. En los alrededores del aeropuerto, todo el paisaje estaba absolutamente árido y desértico. Nos fuimos hasta una vieja camioneta blanca que nos llevaría a su casa.

-Mamá, ¿y el abuelo? -preguntó Beatriz.

-Cuando lleguemos a casa hablaremos sobre el abuelo. -respondió, apartando la mirada.

En el trayecto al rancho familiar, mientras Beatriz hablaba con sus padres, yo observaba el entorno por el que navegábamos con aquel viejo bajel medio blanco, que no era más que chatarra siendo arrastrada contra su voluntad por asfalto ardiente. Cactus verdes y orgullosos se erguían a ambos lados. Una cadena montañosa yacía en la distancia como vertebrando todo aquel páramo, bello a su desoladora manera.

Al fin llegamos a la casa de los Ahijada, en una pequeña aldea. Era una casa vieja y blanca, de una sola planta y con ventanas. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue un extraño altar colocado junto a la pared de la casa. Era un conjunto de coronas de flores, objetos como botellas, pan y vino, y una foto enmarcada coronando toda aquella suerte de bodegón caótico.

-No fuimos valientes para decírtelo, cariño. – dijo la madre con voz temblorosa.

Mi mujer, callada, se acercó al altar, y empezó a examinar los objetos.

– ¿Cuándo fue? -preguntó, muy seria.

-Hace dos años. Sabíamos cuanto lo querías. Estaba muy enfermo. Era su hora. -dijo mi suegra acercándose a su hija.

Beatriz se giró con lágrimas en los ojos y comenzó a llorar silenciosamente en el hombro de su madre.

Miré al padre, que aguantaba el tirón mirando al suelo y con los brazos cruzados detrás de la espalda.

-Lo siento mucho, Miguel.

-No pasa nada. Son cosas que suceden. Hicimos el altar hace unos días. Mañana es 2 de noviembre. No queríamos llegar tarde. – le miré desconcertado. – El Día de los Muertos.

Entonces caí en la cuenta. Recordé aquella festividad, lo que veía en la televisión. Aquellas mujeres vestidas de muerte, festejándola y burlándose de ella. Algo macabro, pero, sin duda, mucho más animado que nuestras fiestas de Todos los Santos.

Aquella noche los deliciosos frijoles que había preparado Miranda fueron empañados por un silencio atronador. Se oían la algarabía y la música que venían de la calle a través de las ventanas entreabiertas. Toda la aldea estaba fuera, festejando.
Al acabar la tensa cena, los padres y mi mujer se retiraron a sus respectivos cuartos, y me quedé solo en aquel país desconocido y atrayente. Sintiéndome algo confuso por lo ocurrido aquel día, decidí dar un paseo por la aldea.

Miré los jardines, flores, altares, familias enteras reunidas en torno a banquetes, gritos, niños corriendo, oí a los padres tocar música y a las madres reñir a sus hijos, a los ancianos recordando tiempos mejores y a las ancianas preparar la comida. Vi luces, colores, pinturas de calavera y murales. Toda una enorme fiesta en honor de los fallecidos y burlándose de la tan temida en otras culturas muerte, casi jactándose de que seguían vivos.

Volví a casa, y cuando iba a entrar, me paré para ver el altar dedicado al difunto abuelo de mi prometida. Estaba muy oscuro. Me quedé delante, mirando todo lo que habían dejado de ofrenda. Una botella de alcohol fuerte. Su guitarra. Libros, un telescopio, una mesa de ajedrez con sus piezas. Era sorprendente todo lo que se podía deducir a partir de aquel primitivo altar.

Me giré, y vi una figura avanzar por la aldea. Mirando los altares, los jardines. Acariciando el pelo a los niños. Saludando a todos los ancianos con los que se encontraba. Llegó a la casa de los Ahijada, y saludó a Tomás.

– ¿Tomás? Sí, he oído hablar de ti. El prometido de Beatriz, ¿no?

-Así es.

-Se quedó en silencio unos minutos, de pie junto a mí, mientras mirábamos el altar. Entonces se acercó, y encendió una pequeña vela que había frente al pie del altar.

-Aquí se dice que se encienden las velas para enseñar al alma del difunto el camino para volver a casa.

Le miré. Estaba oscuro, pero supe distinguir arrugas en su rostro, y unos ojos azules, como los de Beatriz. Sin embargo, su voz sonaba resuelta y limpia. Volví a fijar mi mirada en la vela.

– ¿Se cree todo eso?

Él me miró, y me dedicó una gran sonrisa.

-Por supuesto que no ¿Qué clase de espíritu no se acordaría de volver a su propia casa?