Lejos de casa

 

 

“Fallo crítico”. La luz roja parpadeaba con una intensidad perezosa, como si en realidad le diese igual el destino de la nave y solo cumpliese su cometido. En el panel de mando, el resto de aparejos parecían estar en orden, pero esa luz roja amenazaba con mandarlo todo al traste. El viajero miraba al cartel luminoso fijamente desde hacía un rato, temblando. “Fallo crítico”. ¿Dónde se hallaba ese fallo? Esa era la gran pregunta. En los dos años que la nave había estado surcando el espacio y mirando de frente a los astros y planetas, solo un par de fallos habían ocurrido, pero de poca importancia. El viajero miró hacia su lado y observó a través de la ventana.

Desde esa ventana veía a las estrellas refulgir, brillar y retorcerse en el espacio negro e infinito que les envolvía en su sudario. Lejanos e impasibles, los astros ignoraban el destino de los viajeros que volaban en esa diminuta lata metálica, impulsada entre la negrura y penetrando en el misterio gracias a la fuerza de la física y el intelecto humano. La ventana, impoluta, reflejaba también en un segundo plano su propia cara. La del viajero. Tenía ojeras, el pelo casi rapado y una barba que comenzaba a surgir en torno a las patillas y debajo de la nariz. Últimamente el viajero ya no iba hacia la ventana para ver el espacio y los planetas, sino para verse así mismo y comprobar que seguía existiendo. Al menos todavía.

Allí los días eran fríos y uno transcurría detrás de otro sin dejar huella ni rastro. A veces al viajero le parecía que no había pasado a bordo de la nave más de un día, y otras veces le parecía que llevaba atrapado toda su vida dentro. La comida era mala y fría, la nave era oscura y hacía tiempo que no conseguía conciliar el sueño más de dos horas seguidas. No sabía hacía cuanto exactamente, pero hacía mucho. Las paredes de su precario cuarto estaban adornadas con una fotografía del lugar donde creció, de su familia. Un póster de una película que nunca podría volver a ver, y flotando por la habitación, una réplica metálica de un monumento que nunca podría volver a visitar.

El viajero se dirigió a la sala de máquinas. Unas luces naranjas iluminaban el recinto, asfixiante y ruidoso. Era el reactor. Aquella versión en miniatura de una central nuclear daba electricidad casi ilimitada a la nave. El sistema de refrigeración se había estropeado y la temperatura se estaba descontrolando. Si el reactor se descontrolaba y se producía un error dentro del núcleo, estallaría y se llevaría detrás a la nave. El viajero lo miró con una mezcla de excitación y de miedo.

Sobre esa misma sala de máquinas, descansaba la estancia más amplia de la nave. Doce cápsulas, de titanio y con unas ventanas que dejaban ver el interior, albergaban a ocho hombres y cuatro mujeres de edades más bien avanzadas y con el pelo gris. Doce de las personas más pudientes del antiguo planeta Tierra habían podido permitirse adquirir ese modelo comercial de nave y emprender un viaje hacia una lejana colonia fundada hacía ya más de veinte años fuera de nuestro sistema. Huían del colapso climático que había sucedido en nuestro planeta. En esa habitación reinaba la oscuridad total, mientras esos que dormían hasta su llegada a la colonia dejaban sus vidas en las manos del viajero.

En la Tierra el viajero era un hombre humilde. Una familia, una casa en su ciudad natal y una vida por labrar. Entonces los ciclones, los tsunamis, las tormentas y las lluvias ácidas llegaron. Lo que antes era tierra era ahora agua, y lo que antes era agua era ahora un erial. En pleno apocalipsis logró un puesto como conserje y responsable de mantenimiento en una nave. Cinco años de trabajo constante y solitario a bordo de una nave espacial a un millón de kilómetros de su familia y su pasado, con la única remuneración de llegar a la colonia y salvarse de la destrucción. Sus padres le apoyaron. Era joven, cinco años son pocos a cambio de la vida. Y se marchó a una colonia desconocida, en una nave oscura y gris, solo.

El viajero encendió la luz y pasó como tantas veces había pasado por la sala de hibernación. Los doce empresarios, tumbados y durmientes. El viajero paseaba entre los sarcófagos. Director, subdirector, gerente de la explotación, jefe del departamento de refinerías, jefe del departamento de las minas, de deforestación.

Cada vez que pasaba por ese pasillo, y más últimamente, una rabia honda le sacudía el corazón. A sus ojos, sus males y los de la Tierra tenían unos responsables.

– ¡Hoy se hará justicia! -gritó.

Luego empezó a reírse, solo, en medio de la sala, rodeado por los magnates y aun así sintiéndose más poderoso que todos ellos.

El viajero subió a la sala de observación. Allí no había ventanas, sino una cúpula de cristal que le permitía ver el universo en todas direcciones. Lo único que le daría pena de su despedida sería esa cúpula. Si miraba hacia arriba veía la Tierra, por lo que se tumbó. Era lejana ya. Tanto, que no sabía si ese punto azul era la Tierra o solo su imaginación que le engañaba.

La Tierra, invencible, se sacudía. Sufría. Se abría en heridas profundas que llegaban hasta su centro y se retorcía azotada por tormentas de fuego y parecía moribunda. Pero se alzó de entre sus mismas cenizas y resurgió de su sombra, cambió pero sobrevivió, porque nos vio nacer y nos debe de ver morir.

En el espacio, en algún punto de poca importancia y sin nada reseñable, una irrisoria explosión tuvo lugar. Pedacitos de metal se esparcieron por el vacío, que al cabo de unos años llegarían a la atmósfera de algún planeta donde se desintegrarían. Lo único que flotaba y seguía indemne era una escultura pequeña de la Torre Eiffel, que giraba descontrolada entre la nada.

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